miércoles, abril 29, 2009

LA VEZ QUE CONOCÍ A JOSÉ MARÍA ARROYO

Foto de A. Falconí

La noticia me llegó luego del desayuno de rigor: juguito de papaya, un huevo pasado por agua hervida y un sanguchón de pollo. Y es que -¡arriba el hedonismo!, aunque sea del tipo elemental- barriga llena, corazón contento. Poniéndome al día de las cosas que ocurren en Iquitos -a través de la página de Pro & Contra-, me topé con una noticia, de esas que hacen que un "puta madre", aunque sea con asordinado tono, retumbe como un trueno: "MURIÓ PADRE ARROYO - PUEBLO CATÓLICO DE LUTO".


Aunque pensándolo mejor, qué más que un "puta madre" para recordar a José María Arroyo, un cura agustino, español de nacimiento y comprometido, desde siempre, desde su llegada a estas tierras, cuando apenas contaba él con 25 años, con la quijotesca causa de promover, en Iquitos, la educación y la desmitificación de algunos paradigmas católicos, aunque esto, creemos se fue dando casi por generación espontánea.

Nos conocimos hace unos pocos años -ahora el del mal de Alzheimer parezco yo- en el Café Express, de Pedrito Reátegui. No recuerdo con exactitud el año Lo que sí recuerdo a la perfección es su indumentaria: una camisa a cuadros y su boina vazca y su hablar quedo, casi confidente.

Con su insperable boina vazca (Foto: CETA)

También recuerdo a la persona que nos presentó: Juan Saavedra Andaluz, que se la pasó todo el rato -4 cortaditos y casi una de Caribe- haciéndole bromas junto a su, entonces, inseparable amigo Juan Soregui Vargas. Enfermo ya, José María acababa de retornar de Perdigón del Vino, en España, donde no encontró sino parientes yacientes en el cementerio, lo que hizo apresurar su retorno.

Porque José María, a pesar de su enfermedad, nunca pudo olvidar a Iquitos y, si bien es cierto que los caminos del señor suelen ser insondables y misteriosos, el buen padre Arroyo se las arregló para desbrozar los suyos y hacer de su vida el ejemplo de la coherencia entre la humildad predicada y el franciscanismo agustino, algunas veces difíciles de conciliar.

Ahora, sin duda, vendrán los homenajes a posteriori, las ceremonias en la Universidad Nacional, alguien lo propondrá como hijo -hijo muerto, eso sí- de la ciudad y hasta, de repente, se planteará que una calle o una plaza lleve su nombre. Se da por descontado que más de una promoción -del San Agustín o la UNAP, of course- adoptarán su nombre.

Pero de una cosa estamos seguros, que en el lugar donde se encuentre, José María ha de estar desternillándose de la risa, burlón él, ante tanta huachafería evacuada con el pretexto de su muerte, como aquello de que "la senda del Padre José María, como un arroyo implacable e infinito, seguirá fecundando el recuerdo y el legado de la causa del conocimiento amazónico".

Sí, José María se moriría, pero de risa.

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