
-Tú sabes... hace como 3 años que tengo gota; ahora no como mariscos ni bebo licor y, además, ...
La última vez que vi a Edgardo -un amigo de la cercana, ejem, ejem, juventud- era la personificación perfecta del hombre con una salud a prueba de balas, expuesta, casi a diario, a las pruebas más extremas.
Pero eso fue antes, y allí estábamos, vecinos en una cabina de internet, y sin saber en qué momento, nuestras afecciones encontraron un resquicio en la conversa para descubrirnos disertando con ternura -casi con el afecto de un debutante padre al referirse a la última hazaña de su inútil heredero- acerca de nuestras respectivas dolencias.
-Creo que estamos dejando de ser jóvenes -ensayé piadosamente- y, no sé, pero, de pronto, me sorprendí perorando, también, con fervor religioso, de un problema estomacal que tuve hace 8 meses, recién bajadito del bus, en Trujillo, y que me hizo ser huésped, durante 3 tres interminables días, del hospital Víctor Lazarte Echegaray.
¿Qué mecanismos psicológicos se activan para que, a partir de cierta edad, digamos pasados los 50, y sin antecedente alguno de hipocondría, el morbo se apodere de nuestras pláticas como quien no quiere la cosa y nos encontramos hablando, con un placer que podría asociarse a una variante del masoquismo, acerca de nuestros malestares y padecimientos?
¿Se tratará, acaso, de una especie de exorcismo, una suerte de conjuro, para alejar a plagas reales o imaginarias, que de alguna manera están asociadas a la casi siempre temida muerte? ¿Será, tal vez, la esperanza de que, por el solo hecho de describir con cierta prolijidad de detalles, las dolencias desaparecerán o, en el peor de los casos, se replegarán?

¡Ya están avisados!
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