sábado, septiembre 06, 2008

DE LA MANIGUA A LOS CAÑAVERALES


La nostalgia adquiere un matiz muy especial cuando, como en nuestro caso, la ausencia llevaba ya cerca de diez años. En el bus, superado ya el trepidante lecho del río Chicama, que es parte de la carretera que se bifurca en el kilómetro 560 de la Panamericana, las aletas de la nariz se dilataban, expectantes... Cartavio nos aguardaba.

Treintiseis horas antes, en el aeropuerto Secada Vigneta de Iquitos -la ciudad en la que vivo- trataba de imaginar cómo encontraría al pueblo al que llegué cuando apenas era un niño. Ahora, a escasos minutos de ingresar a Cartavio, todos mis sentidos se habían concentrado en el olfato. Y es que, la primera sensación que experimentaba cualquier viajero que llegaba a la vieja hacienda, donde los cañaverales se extendían hasta el infinito, era el olor. Pero más que un olor, era un aroma, que el paso del tiempo le confirió matices incomparables. Una combinación de miel de caña, alcohol y otras mixturas que, ahora, estaba a punto de volver a encontrar.

Pero no fue así. Ausente de toda esencia, carente de la nostálgica fragancia, Cartavio nos recibió con la indolencia de los pueblos pequeños. ¿Dónde estaban los bosques de antenas de televisión que antaño cubrían todos los techos de las casas? El cable había sido el gran deforestador; las antenas sólo vivirán en el recuerdo.

Caminando por sus calles, limpias y cordiales, los rostros que mirábamos y nos miraban con manifiesta curiosidad, eran extraños, desconocidos, pero amigables. Y es que el dulzor de la caña parece haberse adentrado en el alma y la vida de los cartavinos.

El desarrollo de la ciudad es evidente. Así lo atestiguan las casas de dos pisos que empiezan a cambiar la fisonomía de un pueblo que se había mantenido inalterable a lo largo de los años. Los jardines bien cuidados, los añosos ficus de la Plaza de la Concordia, majestuosos, solemnes, la limpieza de las calles hablan de la educación de sus habitantes.

El frío de la noche nos hizo descubrir, en plena calle Real, la arteria principal de Cartavio, el Annie Café. Y frente a la humeante taza que teníamos al frente, otra nostalgia empezó a apoderarse de nosotros y comenzamos a extrañar de una manera muy especial, casi inédita, el Café de Pedro, allá en mi lejano Iquitos... Y el timbuchi de carachama, el ají de cocona, el sábalo asado... Y sus mujeres, siempre sus mujeres.

Foto: Casa hacienda de Cartavio

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cartavio;un pueblo que siempre estara en mi corazón,y que siempre resive a sus visitantes con ese agradable olor a caña quemada,ese olor que dentro del subconciente aparecen grabados y como un flash viene aquellos recuerdos de mi niñez, Cartavio no es el mismo,es verdad,al caminar por sus calles con una sonrisa;dibujada esperando ver una cara conocida, pero no la encuentro; donde estan los amigos de antaño?, los vecinos? , por suerte tengo algunos amigos que visitar, pero al caminar solo por sus calles me doy cuenta de que la soledad me embarga, me siento solo y un extraño , Cartavio ya no es el mismo , es verdad; talvez tambie yo. atte Carlos Rodriguez.

Carlos Ramírez Sánchez dijo...

Es verdad, Carlos, pero como dice Pablo Milanés, en Yolanda: "mi soledad, contigo, se siente acompañada.