sábado, mayo 31, 2014

POR EL DÍA MUNDIAL SIN TABACO



“Tenía 10 años y un gato, menudo, funámbulo y necio...”. En los audífonos del equipo, Joan Manuel Serrat suena dulzón y melancólico. Nunca tuve un gato que me esperara a la vuelta del colegio, pero sí tenía 10 años cuando, asustado, encendí mi primer cigarrillo. No recuerdo la marca, pero sí el atragantamiento por el humo aspirado y el gran sentimiento de culpa que me embargó al retornar a casa y que una concienzuda limpieza con Colgate se encargó de eliminar, por hacer lo que las personas mayores hacían -hasta con pedantería- y que nosotros, los enanos, no podíamos: fumar.

En ese tiempo no sabía quién era el padre Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdez -¡ah, los españoles y sus apellidos!-, que relata, en su “Historia general de las Indias” (Sevilla 1535): “… entre otras costumbres reprobables los indios tienen una que es especialmente nociva y que consiste en la absorción de una cierta clase de humo a lo que llaman “tabaco” para producir un estado de estupor...”. Es que el uso del tabaco, aquí en América, no era el que, con el devenir del tiempo, se le llegó a dar. Su connotación estaba más bien asociada a la curación del alma y -paradójicamente- del cuerpo: los indígenas caribes lo practicaban en ciertas ceremonias y no como una costumbre cotidiana y de placer, sino en ceremonias de paz y de purificación del espíritu.

Tampoco conocía, al igual que muchos adultos de aquel tiempo, lo dañino que fumar puede ser para la salud. Tal vez un poco alimentado por aquello de que “fumar es un placer, genial, sensual...” o del paciente "fumando espero al hombre que yo quiero...". Las asociaciones con prácticas algo más movidas vinieron después, al ritmo de “Tabaco y ron” o “Tabaco y Chanel”.

Cuando cumplí los 15, mi padre me obsequió -de manera pública, el día de mi cumpleaños- mi primera cajetilla de Ducal. Blanco el paquete, como imagino ahora negros mis pulmones por el alquitrán acumulado, fue mi compañero inseparable durante los siguientes años. Ya en la universidad -por aquello de ser contestatario, con el cabello largo hasta los hombros, jeans desteñidos y chompita de alpaca en invierno- cambié a los negros. Esa fue la época de los proletarios Nacional e Imperio.

En algún momento fumé cigarrillos con sabor a chocolate y, claro, los mentolados. Por mis amarillos dedos desfilaron marcas y marcas... hasta los sin marca de la amazonia, los gloriosos mapachos, comprados donde Mary, mi amiga querida de Belén, que me enseñó el arte de liarlos. En el camino quedaron los egipcios de dulce aroma, los Caribe, con olor a hierba quemada y uno que otro habano obsequiado por algún generoso amigo, como Luchito Weisselberger luego de un viaje que hizo a Tarapoto.

Pero la fiesta se acabó con el advenimiento de lo que Mario Vargas Llosa alguna vez calificó como “los fascistas de la salud”: fumar es malo para la salud. Y comenzaron las prohibiciones llegaron acompañadas de información cada vez más oportuna y detallada que  han producido  que el número de no fumadores sea mayor al de fumadores. Las restricciones para los fumadores son cada vez mayores. Ya ni en la soberana estancia de nuestro hogar dulce hogar podemos jugar a la ruleta rusa, versión humística. 

Y para el fumador de ligas mayores, a quien no le importa -o, en realidad no puede- dejar de fumar, las estadísticas de cáncer al pulmón, enfisema, bronquitis, hipertensión arterial, arrugas y otras perlas de este estilo lo tienen sin cuidado. En tanto, la soledad lo va invadiendo... como en la sala de un hospital, donde tampoco se puede fumar.

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