martes, junio 10, 2008
AMORES QUE MATAN
...Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Joaquín Sabina
Ni Francisco Asenjo era Charles Chaplin, y, menos, la menor R.A., Oona O'Neil. Lo más probable es que nunca supieron quiénes eran. Que el inolvidable Charlot, por ejemplo, siempre demostró entusiasmó por las púberes y adolescentes. O que, cuando se casaron -¡oh,escándalo- el picarón de Charlie, frisaba ya los 54 años, y Oona contaba con sólo 18. Sí, 36 años de diferencia. 14 menos de los que Francisco y R.A. se llevaban. O que, 14 años después, Chaplin de 78, recibió un presente casi póstumo: Oona lo hizo padre por octava vez, alegría que Francisco tampoco podrá disfrutar.
Esto -decimos- nunca lo sabremos, porque Francisco, de 62 años, y R.A., protegida por el anonimato de sus 14, están muertos. Francisco la mató y luego se quitó la vida. Un drama en el que la miseria estuvo siempre presente, titiritera, moviendo los hilos, sádica, malvada, insensible.
Porque ¿qué puede llevar a una madre a entregar a su pequeña de 12 años a ser pareja de alguien que podría ser su abuelo? ¿Qué otra consideración sino la económica? Claro, el hambre hace doler el estómago, pero ¿y la inocencia de la infancia? ¿la candidez de la infancia? Dejar de jugar con la muñeca que nunca tuvo para, niña aún, empezar a jugar el peligroso juego de la adultez representando, no sólo en la cama, el rol de concubina. A los 12 años.
Nada de lo que se pueda escribir o hacer podrá devolverle la vida a la pequeña R.. ¿Qué habrá sentido al ver a Francisco -¡Panchito, no, por favor!, ¿Qué vas a hacer, Pancho? ¡No!- empuñar el arma con la mirada trágica y resignada de quien está dispuesto a acortar el camino al cadalso. Porque la vida sin ella, sin su amor, no tiene ya sentido. Luego los disparos, retumbantes como si una tormenta se hubiera desatado dentro de la pequeña habitación de paredes de triplay, y el olor a pólvora, el hedor de la muerte.
Lo más probable es que el asesino jamás haya escuchado "Contigo", la canción de Joaquín Sabina, pero sin duda, presa del furor, entre las fauces mordientes de los celos, o víctima de una tristeza insoportable, de un terrible sufrimiento antelado, bien podría no haber cantado, sino llorado, clamado con el español:
Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.
¿Y R? R. ya no podrá cantar quedita, a ella misma o al hijo que nunca tendrá, las canciones de cuna o las de su cercana infancia arrancada tan temprano. Porque R. ya no está entre los vivos.
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