“Tenía 10 años y un gato, menudo, funámbulo y necio...”. En los audífonos del equipo, Joan Manuel Serrat suena
dulzón y melancólico. Nunca tuve un gato que me esperara a la vuelta del colegio, pero
sí tenía 10 años cuando, asustado, encendí mi primer cigarrillo. No recuerdo la
marca, pero sí el atragantamiento por el humo aspirado y el gran sentimiento de
culpa que me embargó al retornar a casa y que una concienzuda limpieza con Colgate se encargó de eliminar, por hacer lo
que las personas mayores hacían -hasta con pedantería- y que nosotros, los
enanos, no podíamos: fumar.
En ese tiempo no sabía quién era el padre Gonzalo Fernández de Oviedo y
Valdez -¡ah, los
españoles y sus apellidos!-, que relata, en su
“Historia general de las Indias” (Sevilla 1535): “… entre otras costumbres
reprobables los indios tienen una que es especialmente nociva y que consiste en
la absorción de una cierta clase de humo a lo que llaman “tabaco” para producir
un estado de estupor...”. Es que el uso del tabaco, aquí en América,
no era el que, con el devenir del tiempo, se le llegó a dar. Su connotación
estaba más bien asociada a la curación del alma y -paradójicamente- del cuerpo:
los indígenas caribes lo practicaban en ciertas ceremonias y no como una
costumbre cotidiana y de placer, sino en ceremonias de paz y de purificación
del espíritu.
Tampoco conocía, al igual que muchos adultos de aquel tiempo, lo
dañino que fumar puede ser para la salud. Tal vez un poco alimentado por
aquello de que “fumar es
un placer, genial, sensual...” o
del paciente "fumando
espero al hombre que yo quiero...". Las asociaciones con
prácticas algo más movidas vinieron después, al ritmo de “Tabaco y ron” o “Tabaco y Chanel”.
Cuando cumplí los 15, mi padre me obsequió -de manera pública, el
día de mi cumpleaños- mi primera cajetilla de Ducal.
Blanco el paquete, como imagino ahora negros mis pulmones por el alquitrán
acumulado, fue mi compañero inseparable durante los siguientes años. Ya en la
universidad -por aquello de ser contestatario, con el cabello largo hasta los
hombros, jeans desteñidos y chompita de alpaca en invierno- cambié a los
negros. Esa fue la época de los proletarios Nacional e Imperio.
En algún momento fumé cigarrillos con sabor a chocolate y, claro, los mentolados. Por mis amarillos dedos desfilaron
marcas y marcas... hasta los sin marca de la amazonia, los gloriosos mapachos, comprados
donde Mary, mi amiga querida de Belén, que
me enseñó el arte de liarlos. En el camino quedaron los egipcios de dulce
aroma, los Caribe, con olor a
hierba quemada y uno que otro habano obsequiado por algún generoso amigo, como Luchito Weisselberger luego de un viaje
que hizo a Tarapoto.
Pero la fiesta se acabó con el advenimiento de lo que Mario Vargas Llosa alguna vez calificó como “los fascistas de la salud”:
fumar es malo para la salud. Y comenzaron las prohibiciones llegaron acompañadas de información cada vez más
oportuna y detallada que han producido que el número de no fumadores
sea mayor al de fumadores. Las restricciones para los fumadores son cada vez
mayores. Ya ni en la soberana estancia de nuestro hogar dulce hogar podemos
jugar a la ruleta rusa, versión humística.
Y para el fumador de ligas mayores,
a quien no le importa -o, en realidad no puede- dejar de fumar, las
estadísticas de cáncer al pulmón, enfisema, bronquitis, hipertensión arterial,
arrugas y otras perlas de este estilo lo tienen sin cuidado. En tanto, la
soledad lo va invadiendo... como en la sala de un hospital, donde tampoco se
puede fumar.